Por Víctor B. García
La iglesia donde
fui llamado y ordenado al ministerio era numerosa. Cada año se celebraba un
retiro espiritual de varios días a donde asistían alrededor de mil personas. Era
un evento de mucha alegría, comunión y adoración. Todos en la iglesia esperábamos
emocionados esos días.
En una ocasión,
siendo yo un ministro muy joven, se me dio la oportunidad de predicar en uno de
los servicios generales del retiro. Era una de las primeras veces que predicaba
a esa gran congregación, así que esto constituía un gran privilegio.
Poco antes del
retiro un hombre mayor de la iglesia me pidió que le llevara parte de su
equipaje en mi carro hacia el campamento. Yo accedí y le dije que llevara su
maleta a mi casa. Al otro día el llegó
con su maleta, entró a la casa, conversamos un rato, dejó su maleta y se fue. Todo
bien.

¿Cuál era el problema? Era que el día que este
hombre fue a mi casa - que era realmente la casa de mi madre - él vio colgando
en la pared un par de pinturas al oleo que mi madre había traído de un reciente
viaje al áfrica. Las pinturas, al contenido de las cuales yo no había prestado ninguna atención por ser recien adquiridas y ser de mi madre, representaban escenas típicas africanas que incluían
a algunas mujeres con los pechos descubiertos. Las representaciones eran nativistas, rusticas, hechas a mano y para nada provocativas. Sin embargo, a este hermano
le ofendieron profundamente.
Ese día, en aquel
lugar de bendición espiritual, sometido a la agresión directa de
este hermano aprendí dos grandes lecciones sobre la comunión con los hermanos. Primero, cuán bueno y delicioso es
habitar los hermanos juntos en armonía; segundo, cuán traumático puede ser
habitar los hermanos juntos.