Por R.C. Sproul Jr.
La membresía y comunión cristiana no se refieren sólo a nuestra unión
con Cristo, sino a nuestra unión unos con otros. Estas dos cosas están siempre inseparablemente
unidas. Tú no puedes unirte a Cristo sin
unirte a su pueblo, ni unirte a su pueblo sin unirte a Él. La comunión no es sólo Jesús y yo, ni sólo
mis hermanos y yo. Es Jesús, mis
hermanos y yo.
Esto es lo que se llama “la comunión de los santos,” un
término que describe el carácter de esta comunión. La iglesia está compuesta de santos, y estos
no son simplemente un grupo de gente que piensa igual, sino los miembros de un
cuerpo espiritual que se alimenta del cuerpo de Cristo, entregado por nuestros
pecados.
Puesto que nuestros hermanos en la fe son miembros
del cuerpo de Cristo, debemos verles como Cristo les ve, es decir, como gente
que está en comunión con Él. Cuando el
Padre nos ve a nosotros, Él ve a Cristo, por causa de nuestra unión con Él. Cuando nosotros vemos a nuestros hermanos
debemos verles así. Eso no siempre es
fácil. Por eso muchos dicen, “amar a
Cristo es fácil, lo difícil es amar a los cristianos.” Lo que vemos en la iglesia no siempre es
maravilloso y fácil de amar. Nos
irritamos unos a otros, y peor aún, pecamos unos contra otros. ¿Cómo puede ser dulce la comunión cuando hay
que luchar contra la contención y la amargura dentro de la iglesia? La respuesta está en el Evangelio.
Cuando
creemos el Evangelio, creemos que Dios ha juzgado los pecados que nuestros hermanos cometen contra
nosotros. También creemos y sabemos que
nosotros somos absolutamente indignos, que somos pecadores y nos ofendemos unos
a otros. De modo que cuando no nos
tratan con la dignidad y el respeto que merecemos, ya no nos ofendemos porque
sabemos que en realidad no merecemos ninguna dignidad ni respeto. Sabemos lo que somos y sabemos que Jesús
recibió el castigo que nos correspondía a nosotros. Así aprendemos a
perdonarnos unos a otros de la misma manera que esperamos que Él nos perdone.
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