El tiempo pasó, yo seguí avanzando en mi ministerio y aquella iglesia que me daba cobertura siguió creciendo en número e influencia de una manera tan extraordinaria que llegó a convertirse en una organización internacional con iglesias en muchos países y ciudades. Sin embargo, con el paso del tiempo se fue encaminando gradual y progresivamente hacia la subjetividad doctrinal y el emocionalismo.
Después de más de quince años de servir como ministro en aquella organización, enseñando, pastoreando y levantando iglesias me di cuenta de que aquella subjetividad nos estaba llevando a un abismo peligroso y todo indicaba que las cosas no iban a cambiar sino a empeorar. Cuando expresé mi preocupación y desacuerdo con el rumbo por el que íbamos fui expulsado y perdí mi posición y comunión de los numerosos amigos y compañeros de tanto tiempo en el ministerio. Allí se inicio un largo y difícil periodo de aislamiento para mi y la iglesia que había fundado hacia varios años en Miami la cual casi su totalidad eligió seguir conmigo y no con la organización que hasta entonces nos había dado cobertura. Este aislamiento se prolongó por varios años durante los cuales mi refugio y dirección teológica fueron la Biblia y aquellos escritos que me habían alimentado al principio de mi ministerio aunque todavía yo no comprendía lo que era la teología reformada.
Mi conocimiento de la Biblia era amplio. Mi problema era que la forma en que había aprendido a interpretarla ya no me servía, y yo ya no la quería más. Yo había sido entrenado formalmente en una teología que mezclaba ideas neo-pentecostales, arminianas, fundamentalistas y dispensacionales las cuales conocía bastante bien. Pero en realidad, los matices, especulaciones,innovaciones y desviaciones doctrinales que habían invadido al movimiento con el que estaba asociado, así como las prácticas derivadas de ellas, eran tales que no había nombre para tal “teología.” Pero era precisamente esas especulaciones y desviaciones las que se convirtieron en una marca de distinción espiritual para los que la profesaban, quienes para definir tal “teología” usaban designaciones como "palabra revelada" “doctrina del Espíritu,” “doctrina apostólica" o "doctrina restaurada.”
En medio de todo esto comenzaron a surgir gradualmente "apóstoles y profetas" y la convicción cierta y profunda de que este movimiento era algo elegido y especial de Dios. Era algo surrealista. Inevitablemente, en medio de esas fantásticas elucubraciones, la gracia salvadora de la cruz de Cristo, la majestad y soberanía del Dios bíblico y la autoridad y suficiencia de la Escritura se fueron oscureciendo más y más. La prominencia le comenzó a pertenecer a individuos de gran carisma e influencia y a experiencias y métodos que atraían e impresionaban a las multitudes.
Las supuestas revelaciones doctrinales, las sensaciones emocionales, el crecimiento numérico, las experiencias sobrenaturales y el protagonismo fueron suplantando la exposición de la Escritura, la obediencia y la adoración espiritual. El culto a Dios degeneró en misticismo, emoción, sensacionalismo y trivialidades desenfrenadas. Al rechazar tal eclecticismo teológico, me quedé desamparado doctrinalmente.
Fue entonces cuando, de nuevo la Escritura volvió a brillar por sí misma ante mis ojos y cuando aquellos escritos de mis primeros años en el ministerio regresaron para nutrir mi corazón y mi entendimiento. Yo no sabía de la teología reformada, solo sabía que entre los numerosos autores cristianos y las diversas corrientes doctrinales que conocía, era aquí donde consistentemente yo encontraba la sólida sustancia espiritual que tanto necesitaba.
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