- El tradicionalismo y el formalismo son viejos enemigos de las Escrituras desde los días de los fariseos a quienes el Señor les dijo: “invalidáis la Palabra de Dios con vuestra tradición” (Mar. 7.9, 13).
- El emocionalismo y el sensacionalismo prefieren lo que se ve y se siente a lo que Dios dice, como los judíos en días de Elías que se entusiasmaron con el fuego que cayó del cielo y por la competencia entre el profeta y los sacerdotes de Baal pero que callaron cuando Elías les llamó la obediencia y la definición (1 Rey. 18. 21-24).
- El misticismo hace a la gente ver visiones “de su propio corazón” y decir, “soñé, soñé,” (Jer. 23.16, 25) mientras relegan la verdadera palabra de Dios. Esta es la actitud de los que “afectan humildad y culto a los ángeles...vanamente hinchados por su propia mente carnal” (Col. 3.18).
- El pragmatismo define la verdad no por lo que Dios prescribe en la Escritura sino por lo que produce resultados. Esto no es más que mundanalidad disfrazada de celo ministerial; fue el método de Balaám quien profetizaba por negocio (Jud. 11), de Saúl quien obedecía a medias por el beneficio que esto le implicaba (1 Sam. 15.13-15) y de Jeroboám quien inventó una nueva religión para no perder poder político (1 Rey. 12.26, 33). Este es el método de los que aman el éxito personal y las ganancias más que la verdad.
- El autoritarismo antepone la jerarquía humana a la autoridad de la Biblia. Es el espíritu de Diótrefes que por amor al control y la preeminencia menospreciaba a los apóstoles (3 Jn. 9).
Estos son los vicios que contaminan hoy los púlpitos y el liderazgo de las iglesias contemporáneas llenándolas de mercadeo, malos obreros, materialismo, entretenimiento mundano, inmoralidad, fanatismo, supersticiones y abusos contra la fe del evangelio. ¿Cómo vencer estas plagas? Poniendo en alto la autoridad y la suficiencia de las Escrituras, y sometiéndonos a ellas de todo corazón. Si no tenemos eso, ¿Qué podemos esperar?
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