Joven, Tu Luces Muy Miserable: La Conversión de Spurgeon


A los quince años de edad, en Diciembre de 1849, Charles Haddon Spurgeon, comenzó a visitar las iglesias de su pueblo buscando donde le enseñaran el camino de salvación. No se sabe cuántas visitó, pero en ninguna escuchó lo que deseaba oír. Los ministros predicaban sermones doctrinales para gente espiritual, pero nadie pudo explicarle cómo obtener el perdón de sus pecados. 

Un día la mano de Dios lo guió por donde él no había pensado ir. Se dirigía hacia una iglesia lejana, pero en el camino una fuerte tormenta de nieve lo detuvo. Cruzó en una obscura calle y al fondo vio un pequeño santuario que resultó ser la Iglesia Primitiva Metodista de la Calle Artillery. Esta iglesia, desconocida, excepto por algunos en el pueblo de Colchester, llegó luego a ser mundialmente famosa por la visita de este jovencito.

Al principio Spurgeon no quería entrar porque había oído que los Metodistas Primitivos cantaban tan fuerte que hacía doler la cabeza. Pero esto no le importó pensando que allí quizás le enseñarían cómo ser salvo. El resto de la historia lo cuenta Spurgeon mismo:

El ministro no estaba esa mañana; creo que la nieve lo había detenido. En su lugar, un hombre delgado—zapatero, sastre, o algo así—subió al púlpito para predicar. Es bueno que los predicadores sean educados; sin embargo este hombre era más bien ignorante.

Se mantuvo apegado al texto que leyó por la simple razón de que no tenía nada más que decir. El texto era ‘Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra.’ Su pronunciación era pésima, pero a mí no me importó. Vi un rayo de esperanza en ese texto, y el predicador empezó así: “Queridos amigos, éste es un texto muy simple. Dice, ‘Mirad.’ Ahora, mirar no es algo que cueste mucho. No es levantar el pie o el dedo; es sólo mirar. Un hombre no necesita ir a la universidad para aprender a mirar. Tú puedes ser muy imbécil, y aun así puedes mirar. No necesitas ganar mil pesos al año para mirar. Cualquiera puede mirar. Aun un niño puede mirar. Pero el texto también dice, ‘Mirad a Mí.’ “¡Ay!” dijo él, en su tono campestre, “muchos de ustedes se miran a sí mismos, pero eso no les servirá de nada. Nunca hallarán consuelo allí. Algunos miran a Dios el Padre, ¡Pero no! tienen que mirar a Cristo. Él dijo, ‘Mirad a Mí.’ Algunos dicen, ‘Vamos a  esperar que el Espíritu nos toque.’ Pero eso no es lo que ustedes tienen que hacer. Miren a Cristo. Esto es lo que el texto dice: ‘¡Mirad a Mí!

Después el buen hombre siguió de esta manera, “Miren a Mí; miren como sudé grandes gotas de sangre. Miren como colgué sobre la cruz. Miren como subí al cielo. Mírenme ahora sentado a la mano derecha del Padre. ¡Oh pobre pecador, Mírame a Mí! ¡Mírame a Mí!’”

Al llegar a este punto, habiendo hablado como por diez minutos, el hombre iba a concluir. De repente, me miró, y con tan poca gente en el lugar, supo que yo era un  extraño. Fijando sus ojos en mí, como si supiese lo que había en mi corazón me dijo, “Joven, tú luces muy miserable.”

Verdaderamente, así era. Yo no estaba acostumbrado a oír hablar así desde el púlpito; sin embargo, fue un buen golpe, y dio justo en el blanco. Él continuó, “…y seguirás siendo miserable—miserable mientras vivas y miserable cuando mueras—si no obedeces a mi texto. Pero si lo obedeces, serás salvo ahora mismo.” Entonces, levantó sus manos y gritó, como sólo un metodista primitivo lo pudo haber hecho, “Joven, mira a Jesucristo. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! No tienes que hacer nada sino mirarlo y vivir.”

En ese momento yo vi el camino de salvación y ya no supe que más habló porque fui poseído por un solo pensamiento. Como cuando la serpiente de bronce fue levantada en el desierto y la gente miraba y era sanada, así fue conmigo. Yo pensaba que debía hacer cincuenta cosas para ser salvo, pero cuando escuché esa palabra: ‘¡Mira!’ ¡Cuán dulce fue! ¡Oh! Entonces miré hasta que mis ojos casi se desgastaron. En ese momento se desvaneció la oscuridad, y vi el sol. Pude haberme levantado y cantar a gritos acerca de la preciosa sangre de Cristo y de la fe simple que lo mira sólo a Él.

Jamás olvidaré ese feliz día en que encontré al Salvador y me aferré a sus amados pies. Siendo un niño de quien nadie sabía nada, escuché la Palabra de Dios, y ese precioso texto me guió hacia la cruz de Cristo. El gozo de ese día fue absolutamente indescriptible. Quería saltar y danzar; pero no hubo ninguna expresión fanática, lo cual pudo haber estado fuera de tono con ese gozo espiritual.

Han pasado años desde entonces, pero nunca he sentido la emoción plena ni la delicia de ese primer día en que pude haber gritado como el más fanático de esos hermanos metodistas: ‘¡He sido perdonado! ¡He sido perdonado!’ Soy un monumento de su gracia, un pecador salvado por la sangre.’ Mi alma se sentía liberada, aceptada en Cristo, rescatada del pantano de un horrible abismo, y establecida sobre la roca. Entonces entendí lo que Juan Bunyan quiso decir cuando declaró que quería contarle hasta a los espantapájaros en los campos acerca de su conversión.”

Ese gran evento sucedió la mañana del 6 de enero de 1850.

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